La gente que escribe primero escucha. Pega la oreja cerquita del vaho que dejan las voces ajenas. Así, así… quietecita. Hay que aprender a callar para que broten las letras. Una escritora es una ladrona de historias que no le pertenecen, una periodista de palabras adornadas de belleza. Encontrar un relato, darle forma, transformarlo en algo palpable a la vista. Esa es la magia. Me gusta oler las hojas de las narraciones recién escritas. Es casi tan agradable como el aroma de lo caduco. Desenvolver, desempolvar…
A menudo, acudo a escribir a bares de barrio. Sus anécdotas a pie de barra me cautivan. Hay literatura en todo ese amasijo de cáscaras de pipas y palillos en el suelo, de vasos de cristal manchados de espuma blanca, de camareros de cuerpos manteca que bailan a todo correr entre las mesas de sus clientes burbuja, de gente que deja caer su cuerpo fatigado —por la vida misma— sobre un taburete desnivelado.
Historias nostálgicas, añejas, de abuelos de boina y garrota. Historias a medio hacer de adolescentes que se citan a tomar una cerveza porque el dinero no les alcanza para otra cosa. Historias de luto y ruptura de quien se cobija en el alcohol por el desgarro de la pérdida. Historias de pelo tostado de señoras que acaban de salir, enfadadas, de la peluquería de siempre. Historias, historias…
La gente que escribe primero escucha. Y se agazapa entre las migas que expulsan otros entes. Como las palomas del parque que esperan los restos de comida de quien se alimenta a su lado sin percatarse. Para la gente que escribe, la cotidianidad es pura adrenalina. Porque contemplan el mundo con ojos de libro. Y así, solo así, es como se sucumbe al artesano oficio de la escritura.
Foto de portada por Zac Edmonds en Unsplash